Robert Lévy – ¿Que es la autoridad ?

Lyon, diciembre 2018

‘Las palabras justas encontradas en el buen momento son acción’ Hannah Arendt

El término y el concepto de autoridad son romanos y remiten al modelo de la fundación de Roma, en él la autoridad encuentra su fundamento en el pasado, un pasado siempre presente en la vida de la ciudad que conviene conservar.

Antes de nada un poco de etimología, en latín el término auctoritas incluye la idea de consejo, de garantía que recubre el término de auctor que en francés se convertirá en : autor. En efecto ejercer la autoridad es conducirse como un autor, no hay autoridad sin autor y no hay autor sin el reconocimiento de un sujeto. Ya hay un gap importante en la manera en que Hannah Arendt define la cuestión en su artículo sobre la crisis de la educación y en el capítulo destinado más especialmente a la cuestión de la autoridad.

En efecto ella supone que es la autoridad la que transmite los valores y las normas, y en eso estamos de acuerdo, pero más aún es la que hace compartir el ideal y la adhesión. Es en este último punto donde las dificultades comienzan en los niños, porque a veces es el motivo de una consulta o de problemas en la familia, en el colegio o también en el seno de la sociedad: los niños no se adaptan naturalmente a la autoridad. Es incluso a veces una sorpresa en el discurso de los los padres que vienen a consultar, como si sus hijos debieran aceptar su palabra sin tener necesidad de repetirla.

Es como si la autoridad pudiera establecerse sin que los padres tengan que hacer nada: por la simple adhesión del niño.

Se sabe también que en lo que concierne al así llamado ‘compartir el ideal’ de los padres es todavía más problemático, en particular durante la adolescencia, como cada quien habrá podido constatar.

Entonces, se trata de suponerle al niño el estatuto de sujeto para que la autoridad de los padres se pueda ejercer y que el niño los reconozca como siendo los autores de una palabra que limite sin abolir la libertad; lo que es una operación que se distingue del poder, poder que apunta a la abolición de cualquier libertad.

Es cierto que nuestra postmodernidad tiene más tendencia a emplear la fuerza en detrimento de la autoridad. Igualmente, podemos seguir a Hannah Arendt cuando en relación a lo político, considera que la autoridad puede definirse por una relación jerárquica legitimada en la que las relaciones humanas no pueden tener lugar pero que no es una relación de dominación.

En consecuencia, a diferencia del poder que se impone, solo hay autoridad cuando ésta es reconocida por el que consiente en someterse. Ese es el problema que encontramos en los padres, ya que justamente los niños no se someten nunca muy fácilmente a la autoridad de sus padres. ¿Por otro lado, por qué habría tal necesidad de ejercer la autoridad ante un niño?

La respuesta es bastante simple, es la autoridad la que permite poner ciertos límites sin los que el niño se encontraría en una situación de angustia. Contrariamente a lo que se cree a priori, no es la autoridad la que angustia a los niños sino la falta de límites que los padres confunden a menudo con la libertad. Hace falta que un padre sea el autor de estos límites para que pueda balizarse poco a poco el espacio psíquico de un niño, de manera que se inscriba el llamado orden simbólico. Es una función de normatividad que regresa al que es reconocido como representante de la autoridad en la familia, es pues, aquel en quién reposa el significante de la ley que dará legitimidad a su ‘decir que no’.

Igualmente, eso lo detecta a su manera Hannah Arendt cuando sostiene que lo que supone crisis de la educación es la transferencia de autoridad de los adultos hacia los niños o antes hacia el grupo de niños. Por esto, el empleo de la palabra autoridad es aquí ambiguo porque se introduce precisamente para calificar un poder sin autoridad. Un tipo de usurpación, pues, del término autoridad que se encuentra en algunas doctrinas pedagógicas que preconizan la autonomía de los niños.

Se comprenderá que no se trata tampoco de defender la fuerza, y cómo ella destaca: « la autoridad excluye el uso de medios exteriores de coerción; ahí donde la fuerza es empleada, la autoridad propiamente dicha ha fracasado. »

Sin embargo los padres tienen un papel preponderante y primero en la construcción psíquica del niño y la autoridad que no sea autoritarismo- permite asegurar esta inscripción. Inscripción que no podrá ser delegada después al colegio si no ha estado antes asegurada por los padres en un primer tiempo.

La autoridad tampoco es la violencia; se puede incluso decir que cuando la violencia prevalece, eso supone el fracaso de la autoridad; en otros términos cualquier manifestación física de autoridad le demuestra al niño que la palabra no vale nada: « no solo ejercer una autoridad no es lo mismo que usar la fuerza (violencia), sino que los dos fenómenos se excluyen mutuamente »1

En consecuencia, no hay otra autoridad que la que pasa por el lenguaje, no hay otra autoridad que la del lenguaje. A menos que, evidentemente nos refiramos a las jerarquías de la organización del reino animal en las que esta cuestión está naturalmente regulada por el lugar del macho dominante.

No hay humano sin la entrada en el lenguaje, la autoridad es entonces esta función de inscripción del orden simbólico que comienza ya por definir un hablante y un hablado.

La ley no se verifica más que con la condición de que haya un autor y un sujeto. Pero la Autoridad es igualmente la Autoridad del símbolo que asegura una permanencia de la prohibición.

Es por eso que la violencia solo puede ir en contra de estos elementos porque cosifica al otro en un estatuto de objeto, objeto de la violencia, violencia que por este hecho anula al sujeto volviendo imposible al mismo tiempo el estatuto de autor, de autoridad pues.

Así, no hay antagonismo entre libertad y autoridad, hay que eliminar la confusión teórica operada por «la identificación liberal del totalitarismo con el autoritarismo y la inclinación concomitante a ver tendencias totalitarias en cualquier limitación de la libertad» como lo evoca Hannah Arendt muy a propósito también.

Es muy exactamente este paso el que franquea la humanidad por la sustitución de la fuerza por el derecho. Así, para Kojeve, lo jurídico implica necesariamente, en la interacción entre dos seres humanos, la intervención de un tercero imparcial y desinteresado. Él define cuatro tipos de autoridad : la del amo, la del padre, la del juez y la del jefe, cada una fundada sobre causas diferentes.

Pero lo que destacaré sobre todo de esta demostración de Kojève es el hecho de que2 «si la orden dada provoca la discusión, es decir impone hacer algo a quien la da -léase discutir- sobre la orden dada, no hay autoridad. Aún menos si la discusión lleva al abandono de la orden o incluso a un compromiso, es decir precisamente a un cambio del acto que se suponía provocaría un cambio afuera sin cambiar uno mismo (…) cualquier discusión ya es un compromiso, ya que equivale a esto : ‘haga tal cosa sin condición – no, no la haré más que a condición de que usted haga esa otra cosa, a saber que me convenza – de acuerdo yo cedo en este punto’ ». Es un elemento muy importante el que nos da Kojève para situarnos en las vicisitudes de la dificultad de los padres para ‘decir que no’ como lo veremos enseguida. Pero tampoco hay sociedad humana que no exija una renuncia, renuncia siempre ligada a una forma de goce, y es eso lo que engendra la autoridad parental cuando impone límites que son límites al goce inmediato del niño. En efecto, me parece que esa es la verdadera cuestión de la autoridad: ¿cómo limitar el goce? o en otros términos, ¿cómo permitir al niño experimentar que el amor de su madre no es infinito a través de un ‘no’ que limita el amor materno operando una separación entre amor materno y ternura?

En efecto la Autoridad que vendría del amor, aún si a veces produce el mismo resultado es un fracaso de la autoridad. Sin embargo, el hombre tiene una tendencia natural a amar a aquel en quien reconoce la autoridad, así como a reconocer la autoridad de quien ama; los dos fenómenos son, no obstante, muy distintos.3

Es ahí donde las cosas se complican ya que no se trata solo de amor sino del goce del niño e igualmente del de los padres como veremos ahora …

Limitar los goces, a eso contribuye la autoridad por su puesta en acto. Cuando evoco la puesta en acto, la diferencio de lo que es un pasaje al acto ya que el pasaje al acto es justamente la respuesta más frecuente al déficit de autoridad.

De la misma forma existe un lazo aún más estrecho entre el pasaje al acto y el recurso al poder en detrimento de la autoridad. La autoridad no es el ejercicio del poder en la familia sino que como lo dice muy bien Kojève es ‘la posibilidad que tiene un agente para actuar sobre los otros (o sobre otro), sin que esos otros reaccionen contra él, aún siendo capaces de hacerlo‘4.

Evoquemos el hecho de que los padres tienen una función primordial de educación y ¿qué es la educación si no es ayudar a un niño a soportar poco a poco la distancia entre la necesidad y la satisfacción inmediata?

Para esto, como dice Lacan, es ante todo la madre quien introduce al niño en un orden simbólico donde el límite del goce se aplica primero a ella, después al niño. En esta medida, es la autoridad la que permite que un niño tolere cada vez mejor el hecho de que no haya respuesta instantánea a sus necesidades, a su goce.

Es lo que permite introducir un poco de metáfora ahí donde la instantaneidad del goce hacía ley.

El padre también ocupara este lugar como producto de la metáfora del nombre que significa la ley.

En consecuencia, es en un cortocircuito entre la pulsión y su puesta en acto que se reconoce la hiperactividad en la que los padres no llegan a controlar la excitación y que los profesores tampoco llegan a frenar de lo que hoy se llama trastorno de la atención.

Este famoso TDAH’ que no tiene otro interés más que de representar el cortocircuito entre necesidad y su satisfacción sin mediación metafórica; cortocircuito en que se reconoce también los pasajes al acto violentos de los adolescentes jóvenes adultos en los que la autoridad parental ha fracasado muy pronto o simplemente no ha tenido lugar. En efecto, en estos adolescentes la ausencia de autoridad no ha permitido la mediación entre las exigencias de la necesidad y las de la satisfacción.

Muy a menudo, se encuentra en estos jóvenes un déficit de lenguaje muy importante en el que se nota esta falta de capacidades metafóricas fuente de este cortocircuito que les deja sin recursos.

Así, la primera autoridad a la que todo humano está sometido es la del lenguaje y su primer efecto es constituir el sujeto, sin ninguna duda.

El niño se construye entonces como sujeto tomando prestado el lenguaje del gran Otro quién se dirige a él suponiéndole ser un sujeto. Entonces, es preciso que yo pueda suponer ya a mi hijo que cuando grita eso tiene un sentido para mi, yo lo interpreto e intervengo para calmarle del frío o el hambre.

Sin embargo, sí la autoridad supone e impone un límite al goce, es un ejercicio que precisa que yo mismo no esté atrapado en una forma de complicidad con este goce. Por eso sigue siendo fundamental que la madre pueda referirse a un tercero entre ella y su niño; tercero referente que le dice al niño que hay un amo del deseo que no se reduce a él mismo.

Será a este precio que el futuro autor de su vida podrá contribuir a un: ‘vivir juntos’ en torno a la falla estructural de goce; y esto incluso si nuestra sociedad consumista nos envía sin cesar mensajes que contribuyen a hacernos creer que existe un goce total del que podríamos por fin apropiarnos comprando tal o cual producto.

Por ello, la autoridad pasa también por la aceptación y el sostén, por parte de los padres, de un pequeño desfase frente al consumo habitual. Voy a hablar de los objetos que vendrían supuestamente a resolver tal o cual frustración del momento.

Se trata entonces de poder resistir incluso si los mensajes publicitarios tienden más bien a invitarnos a consumir enseguida.

Así, el fracaso de la autoridad reguladora es paradójicamente la reivindicación del derecho a gozar, derecho a una libertad sin cortapisas. El sujeto entonces reivindica sin cesar su derecho a la reparación.

Pero volvamos a esta famosa complicidad imaginaria con el niño que se encuentra a menudo en los padres que dejan al cónyuge el ejercicio de la autoridad, siendo cómplice del niño contra quien la ejerce. Es lo que se presenta en forma de un, digamos, desacuerdo entre los padres en torno a puntos de vista educativos pero que no es de hecho nada más que una de las numerosas formas de complicidad imaginaria con el niño; complicidad en la que uno de los padres se encuentra imaginariamente como niño que se opone a sus padres.

Este tipo de dificultad es muy pervertidora para el niño ya que se pervierte la ley en su conjunto, es decir la de la palabra. Por ejemplo que uno de los padres acepte lo que el otro acaba de prohibir añadiendo a menudo : ‘no lo digas’.

En ese caso, seguro que la autoridad no se puede ejercer porque es invalidada por uno de los padres y por ello convertida en caduca. Los padres no saben que es muy importante poder sostener un acuerdo entre ellos en torno a las opciones que toman sobre tal o cual autorización; no se dan muchas veces cuenta que pueden estar en desacuerdo sobre algún punto pero no delante del niño porque eso equivale siempre para el niño a deber hacer la elección entre papá y mamá lo que viene a exacerbar la elección edípica.

Los padres sostienen a menudo apuestas de poder entre ellos que solucionan vía estos conflictos de autoridad sin darse cuenta que instrumentalizan así, de buena fe, a su niño. La consecuencia es segura: la imposibilidad para el niño de aceptar cualquier autoridad, mucho más allá que la de los padres. No imaginan que cuando un niño puede obtener de mamá lo que papá ha prohibido o viceversa, no es solo el padre que ejerce la autoridad quien se encuentra invalidado sino que es la palabra misma la que queda invalidada y, en consecuencia, si la palabra se invalida, la autoridad no puede tener sentido.

Quisiera insistir en este punto fundamental ya que aquí se trata de toda la cuestión de lo simbólico y de su construcción porque lo que el padre invalida es la función performativa del lenguaje: ‘decir es hacer’ y en esta invalidación del discurso del otro progenitor se profundiza la distancia entre decir y hacer o más simplemente se pierde cualquier performatividad.

También hay cada vez más padres que duermen con sus niños y vienen a consultar por angustias difusas de sus niños. En este caso, a menudo explican que no consiguen oponerse a que su hijo vaya a su cama por la noche o bien que su niño no puede dormir si no es con ellos. En cada ocasión hay que preguntarse a quién beneficia esta práctica.

La respuesta es siempre la misma: el beneficio va siempre al progenitor que se queja de no tener suficiente autoridad para impedir esto. Escuché incluso a una madre que vivía sola con su hijo de 11 años y que decía saber muy bien que su hijo no debía dormir en su cama; por eso ella prefería dormir en la cama de su hijo y pensaba que así no transgredía la prohibición de que su hijo viniera a su cama.

De hecho no es una falta de autoridad, sino una complicidad en el goce con el niño para no estar sola o bien en otros casos para no quedarse sola con el marido en el lecho conyugal o incluso más prosaicamente poner al niño literalmente en el lugar y en el sitio del marido. A pesar de que estas prácticas instrumentalizan a los niños, nos topamos en esos casos con cuestiones que so pretexto de falta de autoridad no hacen sino demostrar que no hay autoridad posible en el goce compartido con un niño. Así, entendemos que tener autoridad supone en primer lugar una cierta forma de renuncia al goce del lado de los padres.

Otra forma de dificultad para la autoridad que se encuentra bastante a menudo en algunos padres es la que consiste en decir que no llegan, que el niño hace lo que quiere y que hagan lo que hagan él hace lo que le da la gana por la fuerza que tiene. Muy a menudo vemos llegar a la consulta un niño de 4 o 5 años y efectivamente no se comprende que se pueda estar sobrepasado por un niño tan pequeño. Sin embargo, justamente toda la cuestión se plantea precisamente en la disparidad existente entre el discurso que tienen los padres sobre este niño y el pequeño de carne y hueso.

Percibimos la distancia entre el niño de quién se habla, es decir el del fantasma de los padres y el de la realidad. Se trata entonces de llevar a estos padres a poder decir algo del fantasma que han construido en torno a la omnipotencia de su niño; en otros términos poder confrontarles a este niño omnipotente que sostienen inconscientemente y al niño tan pequeño de la realidad.

Otro ejemplo muy interesante es el de los padres que vienen a consultar porque su hija mayor de 6 años está en un exceso permanente en lo que se refiere a sus demostraciones afectivas hacia sus padres así como a sus cóleras y a su falta de límites en todo. El padre se expresa primero evocando como ella consigue sacarle de sus casillas cuando él es un hombre plácido y sin excesos. Yo le pregunto entonces con quién más le ocurre este género de exceso, él duda, reflexiona, y luego sin dudar evoca a su propia esposa. Esta niñita ha conseguido suscitar esta pasión que solo su madre produce en su padre, padre que por ello no puede ejercer la autoridad ante la niña, ya que esta niñita imaginaria está en el mismo lugar que su esposa con la que comparte igualmente este tipo de pasión.

Se ve aquí que la cuestión edípica no solo está del lado del niño, incluso si esta niña busca exacerbar esta cuestión suscitando igualmente la cólera de su madre al decirle que sería mejor que su niñera fuese la mujer de su padre.

La mamá de esta niña evocará también que monta en cólera con la niña de un modo pasional que no le conviene para nada, que se encuentra con la misma cólera que sentía en su infancia con su propia madre con quien se peleaba permanentemente.

Ahí tampoco hay autoridad porque la mamá reproduce con su hija su propia historia de niña. Lo que quiere decir que en este caso la autoridad no se puede ejercer más que si los padres pueden renunciar al fantasma de omnipotencia para adoptar y reconocer entonces a su niño de la realidad. Solo a este precio se podrá ejercer cualquier autoridad.

Sin duda habrán ya escuchado que un niño debe ser deseado para vivir, huelga decir que lo que se juega en la hiancia entre el niño que se ha imaginado y el de la realidad es absolutamente capital y que solo si los padres renuncian a este niño maravilloso de su imaginario, es decir el de su fantasma, podrán ejercer su autoridad.

Entonces, es al precio de una renuncia a la complicidad imaginaria con su hijo (más exactamente con el niño de su fantasma) que los padres pueden autorizarse a ser sus educadores, ya que ser educador de su niño no se conquista más que renunciando un poco a la parte de nuestro propio narcisismo siempre en juego en el deseo de niño. Es un deseo de reparación de la propia historia o bien simplemente un deseo de que este niño sea el que realice lo que yo mismo no he podido llevar a cabo….

Entonces, siempre es el narcisismo de los padres lo que está en juego en la falta de autoridad, en todo caso de la dificultad de su puesta en marcha. La dificultad de la autoridad proviene igualmente del hecho de que para que haya autoridad hace falta que haya un tercero; es decir que el niño no sea para uno u otro de los padres su único objeto de deseo. En efecto para que haya autoridad hace falta una pequeña distancia entre el deseo de la madre por su hijo y el deseo de la madre por alguien más. Alguien más, a quien la madre podrá invocar incluso en su ausencia y no es raro que en ciertas situaciones, incluso de divorcio, se pueda aconsejar a una madre en apuros que recurra al padre; lo que es muy difícil que acepte, ya que muy a menudo la función paterna desaparece según las pérdidas y beneficios ocasionados por los divorcios y con el pretexto de que ellas ya no aman a su marido, tampoco la función del padre es utilizable para su hijo.

En este caso hay poca esperanza para que se pueda establecer una autoridad.

También está el niño amigo, otra figura de la falta de autoridad en la que el padre anula cualquier diferencia ante la angustia de tener que hacer de padre o de madre, son padres que a menudo se hacen llamar por sus nombres. Aquí se trata de la negación de la diferencia de las generaciones donde los padres quieren inconscientemente ahorrarse el ejercer la autoridad poniendo a todo el mundo en el mismo nivel. Esperan sobre todo que el niño de, él mismo, pruebas de autoridad integrando los límites de lo humano sin que la lengua de un Otro, de un autor haya tenido que comprometerse en nada.

A veces se trata de un padre que habiendo tenido a su vez un padre no autor sino autoritario, no puede ejercer la autoridad ante su hijo ya que en ese caso cree que estaría en el lugar de su “padre severo” cuando de hecho no está, de nuevo, sino en el lugar del niño mal tratado, por eso prefiere ser amigo para evitar esta experiencia de repetición de su propia historia.

En este caso no deja ningún lugar a su niño como diferente de sí mismo, ningún lugar para una historia diferente tampoco y este tipo de alienación a la historia de otro puede crear dificultades muy graves para el niño.

Reencontramos esta cuestión a menudo en niños que se hacen expulsar de todas las escuelas, estos padres que vienen a consultar por estas razones y que en la consulta se dan cuenta que siempre habían puesto los placeres, las recompensas por delante del trabajo por sus hijos. En este caso he podido asistir al hundimiento de un padre por la incapacidad de ejercer la menor autoridad ante sus hijos debido a su propia historia. Había perdido a su padre muy joven, había tenido que trabajar desde muy joven; pero era incapaz de poner límites y exigencias de trabajo a sus hijos por miedo a que no le amaran. La desaparición temprana de su padre le había sumido en un duelo no resuelto y le había hecho guardar rencor inconscientemente a su padre desaparecido, lo que ahora proyectaba de modo invertido en sus niños.

También es por los síntomas ligados a la dificultad de sueño por los que los padres vienen a consultar. Por ejemplo, esos padres que consultaban por su niño de 3 años porque desde su nacimiento se despertaba cada dos horas todas las noches ……

También esa madre que en duelo por la desaparición de su propio padre, no podía concebir que su hijo pudiera vivir sin su abuelo, y esa era su más grande tristeza. Yo le recordé que el padre del niño no estaba muerto; pero eso no contaba ya que yo había escuchado que este niño tenía dos padres, uno el padre fantasmático de su hijo, que era el que más contaba, en la persona del padre muerto de la madre y el otro su verdadero padre de nacimiento que contaba para más bien otra cosa que ejercer la autoridad. ¿Pero cómo puede el padre verdadero ejercer la autoridad si no es él quien hace de tercero para la madre?

Aquí pues, ni lugar para el niño y su propia historia, ni lugar para su padre para un ejercicio posible de la función paterna.

Habrán comprendido que esta madre venía a consultar para que yo diagnosticara en seguida una psicosis infantil.

En el fondo, ¿que se entiende por función paterna, autoridad parental si no es un ‘decir que no’? Pero es un decir que no de una forma totalmente particular ya que es preciso que un niño haya podido tener, al menos una vez, la experiencia de estar confrontado a un padre (o más exactamente a una función paterna) que se encuentre solo frente a un niño, y que pueda enunciar ese no. Un no que es a la vez el NO pero también el nombre es decir un no que nombra el lugar de la diferencia.

Un ‘no’ muy difícil de enunciar y que es es el que nos va a dejar, en ese momento particular de su enunciación, en una total soledad por el hecho mismo de deber asumir en ese instante el riesgo de perder el amor del niño y a veces el de su madre, si ella esta en desacuerdo.

Este punto muy inconsciente existe en algunos padres que rebajan su función paterna pensando que oponerse a su mujer en la cuestión de la autoridad sobre sus niños tendrá como consecuencia la pérdida de su amor.

Así pues, es un no que no se enuncia colectivamente, un no sin recurso, un no de autor que hace que por este acto de palabra en ese instante no haya negociación posible, no haya discusión posible y aún menos pequeños arreglos con algún tipo de complicidad.

Si este ‘no’ jamas pudo decirse entonces no habrá autoridad. Se deviene autor de autoridad a este precio y así es como pueden transmitirse las condiciones de la humanización a las que pertenece la ley simbólica.

Habrán comprendido que no hay autoridad sin que el padre mismo se encuentre sometido a una ley a la que todos estamos sometidos es decir la de la castración, único referente a partir del que puede haber autoridad.

Traducción: Lola Monleón

1 Alexandre KOJEVE La notion d’Autorité NRF 2004 P.61

2 Alexandre KOJEVE La notion de l’Autorité NRF 2004 P.59

3 OPUS CITE P.61

4 Kojève opus cité P.58

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