Sevilla 2009 – Orientacion educativa : un espacio para la escucha – D.Ruiz
ORIENTACIÓN EDUCATIVA: UN ESPACIO PARA LA ESCUCHA
Diega Ruiz Báñez
Una chica de 14 años a la que llevaba atendiendo 6 meses, en la última sesión que tuve con ella, antes de finalizar el pasado curso escolar, me decía: “Vengo a hablar contigo porque si hablo de mis cosas con otra gente no me escuchan, me preguntan y me dicen lo que tengo que hacer, pero tú sí me escuchas”.
De la importancia de esta escucha yo me di cuenta, casi de manera intuitiva, después de años de ejercicio profesional
En el sistema educativo actual se propone un modelo de orientación basado en la elaboración de programas de intervención dirigidos a todo el alumnado e integrados en el currículo escolar. La elaboración de estos programas y la evaluación psicopedagógica del alumnado que presenta dificultades en su aprendizaje constituyen dos importantes áreas de intervención de la orientación educativa. Yo quisiera centrar mi ponencia en estas dos cuestiones para señalar, a la luz de mi experiencia, las limitaciones que tienen las prácticas al uso en estas dos áreas de trabajo.
Como he mencionado anteriormente, la demanda de intervención que nos llega a los profesionales de la orientación desde los diferentes sectores de la comunidad educativa tiene que ver con el fracaso escolar del alumnado, en tanto que éste no progresa conforme a lo esperado para su edad y lo previsto en las programaciones de que es objeto el proceso de enseñanza-aprendizaje. Generalmente, la respuesta a esta demanda se basa en la aplicación de diferentes test y cuestionaros al alumno para formular, a partir de los resultados, la necesidad de ayuda específica dentro de la institución escolar, pautas de actuación a los profesionales que lo atienden y/o el desarrollo de programas específicos de los que, en teoría, se puede beneficiar el alumno.
En los comienzos de mi ejercicio profesional mi intervención se ajustaba a este modelo, pero pronto empecé a ponerlo en cuestión. De una manera un tanto rudimentaria al principio y con poca apoyatura teórica, empecé a concederle tiempo a la escucha de los alumnos que me derivaban y observé cómo esto permitía que se desplegara una auténtica demanda y que se fuera desvelando la situación que estaba en el origen del fracaso escolar y que inhibía o bloqueaba el aprendizaje. Fue más tarde, ante una demanda para la que yo no tenía respuesta, cuando inicié mi formación en ¥A para poder dar un soporte teórico y técnico a esa escucha. Como dice MAUD MANNONI (“La primera entrevista con el psicoanalista”) “Lo que constituye la especificidad del ¥A es su receptividad, su escucha. El analista no da la razón ni la niega. Escucha sin juzgar”. En esta misma línea, ANNIE CORDIÉ plantea: “El analista no posee el saber; es supuesto saber. El analista no tiene más que el saber que el analizado le presta
Es la escucha lo que va a permitir que el sujeto desarrolle su propia historia subjetiva y que nosotros podamos formular hipótesis sobre lo que está pasando. Dar consejos significa mantener al otro en una posición infantil, de dependencia. Se trata, por el contrario, de que pueda pensar y buscar salidas.
El adolescente necesita ser escuchado, sentirse con derecho a ser él mismo y a construir su propio proyecto de vida. La adolescencia es un periodo crítico de la vida. A esta edad, el sujeto se enfrenta a recomposiciones que pueden afectar su eficiencia intelectual y no son raros los casos de fracaso escolar. El adolescente tiene que empezar a dirigir su vida, tiene que empezar a hablar en su propio nombre y hacer sus elecciones sexuales. En medio de todo este trasiego, su trabajo escolar se puede ver relegado a un segundo plano. El fracaso escolar puede ser considerado como una actitud de oposición y revuelta; pero también puede tratarse de una inhibición neurótica o psicótica.
A veces el fracaso escolar tiene un origen puramente pedagógico pero, en muchos casos, constituye un síntoma que encubre un malestar más profundo. Es una cuestión compleja cuyas causas son múltiples y diversas: unas están vinculadas a la estructura propia del sujeto y otras son circunstanciales, pero unas pueden actuar sobre las otras. Si su naturaleza es sintomática es necesario, cuando las medidas pedagógicas resultan insuficientes, abordarlo desde una perspectiva terapéutica.
Frente a una situación de fracaso escolar, el primer reflejo es plantearse el problema de las capacidades intelectuales, ya que el temor al retraso mental está siempre presente. Los resultados serán determinantes: si son malos, el niño será calificado de débil mental y dirigido hacia una enseñanza específica; en la jerga educativa actual, se tratará de un alumno con Necesidades Específicas de Apoyo Educativo. Esta medida que, en principio tiene la función de “rellenar lagunas” y permitir al niño recuperar su retraso, desemboca muchas veces en una enseñanza paralela, marginalizada, de la que le será difícil salir.
El Cociente Intelectual no es una medida de inteligencia sino una evaluación comparativa. Dice si el niño está adelantado o retrasado con respecto al nivel medio esperado para su edad. Los test evalúan el dominio de operaciones esencialmente escolares. Un mal resultado de un CI nos dice que el niño tiene un retraso en sus adquisiciones escolares con respecto a la media de los niños de la misma edad.
Los test no tienen en cuenta la situación particular del sujeto, ni su historia y estos factores pueden estar afectando sus respuestas. Como todos sabemos, el Cociente Intelectual no es un valor estable ni inmutable, sino que puede variar en función del momento, la situación y la persona que lo administra. El CI es susceptible de evolución en el tiempo y no representa en ningún caso un componente definitivo del sujeto. Los resultados mejoran, por ejemplo, cuando se ha seguido una terapia o han mejorado las condiciones del entorno. Como dice JUAN PUNDIK: “La estadística es la ciencia que dice que si yo me como un pollo y tú ninguno, cada uno se ha comido medio pollo”.
El uso indiscriminado de estas pruebas, su aplicación como único medio de valoración y la creencia en su incuestionable validez científica puede acarrear profundas consecuencias para el sujeto, quien puede ser objeto de un etiquetado que será determinante para la continuidad de su escolaridad y de su vida. No obstante, lo que vengo a sostener no es su ausencia absoluta de valor sino su relativización y la importancia de contrastar sus resultados con otras formas de intervención que tengan en cuenta la particularidad del sujeto y permitan un planteamiento de trabajo abierto y flexible para facilitar su incorporación a la enseñanza ordinaria en cuanto esto sea posible. Comento un caso ilustrativo de esta posible situación: I es una chica de 12 años que me es derivada por su tutor por presentar fracaso escolar. Es tímida, muy inhibida en sus relaciones sociales, está aislada en clase, no participa en las actividades. La atiendo, le paso un test de valoración del CI al uso y los resultados indican una deficiencia mental pero mi observación a lo largo de las diferentes sesiones que tengo con ella no corrobora este dato: la chica se muestra ansiosa, contesta a las cuestiones impulsivamente, sin pensar y falla en la mayoría de ellas. Intuyo, aunque ella no me habla de ello, que la inhibición de su aprendizaje tiene otro origen aunque desconozco cuál. Me reservo estos resultados y explico a su equipo educativo que esta chica sencillamente necesita una atenc
ión más individualizada, una adaptación de la enseñanza al ritmo de aprendizaje que ella puede seguir y se le elabora un horario de atención en el aula de apoyo previa información a la profesora que la va a atender de mis impresiones al respecto. Por algún motivo que aún desconozco, la chica responde magníficamente a este planteamiento y el profesorado empieza a observar una evolución muy favorable en ella. Se decide su salida del aula de apoyo y su incorporación a tiempo completo a la enseñanza ordinaria siguiendo sus cursos con normalidad. Probablemente su destino hubiera sido otro si un diagnóstico de debilidad mental hubiera caída sobre ella.
Como dije al principio de mi exposición, la administración educativa plantea un modelo de intervención por programas, programas que recogen medidas y propuestas de actuación diferentes pero externas, puesto que no contemplan el componente subjetivo. Esta modalidad de acción puede resultar adecuada para determinados colectivos de alumnos pero desatiende la particularidad de otros cuyo fracaso escolar constituye un síntoma que encubre casi siempre otra cosa. Para poder decir de ese malestar es necesario un espacio donde la palabra pueda ser expresada y escuchada. En la actualidad, la saturación de los dispositivos de Salud Mental impiden la posibilidad de esta escucha que es reemplazada por el tratamiento farmacológico, que, dicho sea de paso, alivia el síntoma pero lo puede cronificar al excluir el único medio para su elaboración: su expresión a través de la palabra y, como se recoge en el texto de presentación de estas jornadas, “donde el lenguaje se detiene, lo que sigue hablando es la conducta” (MAUD MANNONI).
Esta actuación particular con algunos sujetos no es incompatible con el desarrollo de programas diversos dirigidos a orientar, informar, asesorar sobre diferentes temas. Pero hay sujetos que necesitan un acompañamiento específico que puede requerir un tiempo variable en cada caso.
En ocasiones, con intervenciones de corta duración se consigue un cambio inesperado. Podría comentar aquí el caso de V, un chico de 12 años que deambulaba por los pasillos del centro con crisis de ansiedad. Tras varias sesiones con el chico y otras tantas con la familia, en cuyo desarrollo no me puedo detener obviamente, las crisis cedieron y el chico ha podido continuar sus estudios.
En otras ocasiones, la intervención tiene que prolongarse más en el tiempo y el propio periodo de escolarización en la etapa impone sus límites. J.M. es un chico con síntomas anoréxicos que acude a demandar ayuda cuando tiene 14 años y está escolarizado en 2º de ESO. Había repetido dos veces porque se sentía incapaz de centrarse en los estudios. La intervención se prolongó durante 3 cursos académicos, es decir, hasta que pudo concluir sus estudios y obtener el título de graduado en ESO.
A veces, las circunstancias permiten que este modelo de trabajo sea fructífero: el alumno formula una demanda de ayuda o lo hace la familia, se instaura una transferencia,…y el sujeto puede superar los obstáculos y proseguir sus estudios. A es un chico de 12 años que presentaba crisis de ansiedad, celotipia de una hermana pequeña, amenazas de suicidio,…Empecé a ver al chico y a la familia pero, al poco, el chico se negó a seguir viniendo porque los compañeros lo tachaban de loco. Seguí atendiendo a los padres y, tras un bache en el que tuvo que repetir curso, actualmente sigue sus estudios con buenos resultados.
Otras veces, si las circunstancias son adversas (el chico viene obligado o no quiere acudir porque es mal visto por los compañeros, la familia se desentiende de su responsabilidad, no se logra instaurar una transferencia,…) la intervención fracasa. Podría mencionar numerosos casos de chicos a los que estuve atendiendo durante un tiempo variable y que abandonaron sin conseguir los resultados esperados por motivos diversos: miedos y resistencias, falta de colaboración familiar o boicot al proceso, decisiones equivocadas por mi parte en cuento al encuadre o las hipótesis de trabajo,…
Hay casos especialmente complejos que requieren de la participación de los diferentes servicios del centro: educadora social, jefatura de estudios, tutores,…es decir, la organización de un dispositivo de ayuda coordinado en el que cada elemento del mismo realiza una función de apoyo y sostenimiento del sujeto que la familia no es capaz de hacer. Empecé a ver a MA hace 4 años. Era una chica con una historia de fobia escolar, aislamiento social y fracaso escolar desde E. Infantil. Las crisis de angustia que experimentaba al acudir al centro provocaban un absentismo cada vez mayor, igual que su desfase en el aprendizaje. La derivé a Salud Mental, donde la medicaron y la citaban cada mes y medio aproximadamente. Empecé a atenderla una hora a la semana y a los padres, una vez al mes. Con la colaboración de las profesoras de apoyo, se le elaboró un horario de permanencia en este aula que fuera disminuyendo poco a poco, de modo que sirviera de tránsito hasta el cumplimiento del horario completo en su aula. También podía acudir al aula de apoyo si experimentaba ansiedad, donde se la calmaba hasta que podía volver a su aula. Por su parte, la educadora social se encargaba del seguimiento de su absentismo y realizaba visitas periódicas a la familia. La Jefa de estudios colaboraba atendiendo los problemas de disciplina en los que se veía involucrada. El equipo educativo estaba al tanto de la situación y se acordaron determinadas formas de actuación coordinadas por el tutor. Por mi parte, mantenía además contacto con el psiquiatra que la atendía, con quien compartía información y coordinaba ciertas actuaciones con la familia. Gracias a la colaboración de todos estos profesionales, MA está en 3º ESO y, aunque no sin dificultades y retrocesos, ha continuado sus estudios, acude al centro regularmente, ha empezado a tener amigos y a tener una vida social desconocida para ella hasta ahora. No obstante, el trabajo con ella continúa y, probablemente, esta chica requiera de este acompañamiento hasta el final de su escolarización.
Es importante trabajar previamente con los tutores y las familias el proceso de derivación del chico, de forma que éste acuda voluntariamente y que pueda formular una demanda de ayuda. Como tal puede admitirse la problemática manifiesta por el adolescente (Ej.: la toman siempre conmigo) para, a partir de ahí, ir dilucidando la situación latente que la provoca.
Por último, quisiera comentar la tristeza que produce en mí aquellos casos de chicos que llegan al IES con un historial larguísimo de consultas y diagnósticos por parte de diferentes profesionales pero que, en realidad, no han sido “vistos” por nadie. Un caso ilustrativo es el de C, una chica con 13 años que llega al centro con un historial más largo que su propia vida. Sus profesoras de E. Primaria la describen como una chica amable, cariñosa, educada, insegura, que vive como “aparcada en el tiempo”, con signos autistas y un gran retraso escolar. Ha sido valorada por 5 psicólogos, cada uno de los cuales la ha sometido a test y cuestionarios de toda índole. En base a los resultados de los mismos, es diagnosticada de Deficiente Mental Moderada, Trastorno de Hiperactividad por déficit de atención, Déficit en las relaciones sociales, en lectoescritura y un largo listado de déficit más. Para su tratamiento se prescribe otro largo listado de programas. Pero, en realidad, ella nunca ha sido vista, ha quedado atrapada en el status de objeto. Nadie ha escuchado su saber acerca de su malestar , es su conducta la que habla y parece ratificar con ella lo que las diferentes pruebas pronosticaron. Independientemente de que se muestre eficaz en algunos casos, en este
modelo de intervención se parte de una concepción de un yo fragmentado en el que cada función (adquisiciones intelectuales) pareciera actuar por sí misma y se tiende a reparar el retraso en estas funciones. Pero estas funciones no son autónomas, el sujeto está ausente y nosotros sabemos que para poder trabajar con un sujeto, no tenemos más que el saber que él mismo nos presta.
Las dificultades para sostener este espacio de trabajo son evidentes: dificultades para mantener un encuadre (condiciones de trabajo), aunque éste sea flexible, y para preservar la asepsia de la intervención dada la interferencia de factores que derivan de mi presencia en el centro (mi presencia en las sesiones de evaluación, el intercambio de información con tutores, la impartición de clase a chicos a los que luego atiendo,..). Todos estos factores obstaculizan la transferencia y alimentan resistencias en el sujeto.
Dice ANNY CORDIÉ que: “En los tratamientos en el medio escolar se encuentran muchas dificultades. En estos casos, el demandante es la institución y las resistencias aparecen desde el primer momento. Puede lograrse un apaciguamiento momentáneo de la angustia, pero es raro llegar a una modificación estructural”. Puede ser que lo que yo esté consiguiendo es apaciguar la angustia, no puedo en estos momentos valorar el alcance de mi intervención pero en la mayoría de los casos que atiendo no se puede plantear ni siquiera a la familia el coste de una terapia privada.
Considero que en mi centro los diferentes profesionales hacen un gran esfuerzo para que cada chico pueda marchar a su ritmo, con su propio tiempo, reconociendo su esfuerzo y los progresos logrados. Esta libertad para el aprendizaje puede favorecer que el deseo se despliegue y que el niño se integre en el sistema y no quede marginado en él. Como plantea ANNY CORDIÉ : “Nuestro objetivo no debe ser que el sujeto se adapte a un cierto ideal, social o de otro tipo, sino que pueda vivir lo más cerca posible de su verdad”.