María-Cruz Estada: "¿Peligroso, feo o inexistente?"
XXIII Jornadas de Clínica. Barcelona, Noviembre 20141
¿Quién emite las palabras que curan? ¿Es importante lo que dicen? ¿Tienen un destinatario? De todos modos y aunque hablemos de palabras que curan, no podemos olvidar que lo que inicia el discurso del psicoanalista es el objeto ‘a’ y no cualquier tipo de saber.
Nunca Freud o Lacan nos han dado un ejemplo de palabras que curan como tales, más bien nos han señalado sus errores. Creemos que no es necesario contar cómo Freud reconoce haber errado con Dora y con la joven homosexual, o relatar aquella vez que Lacan en una presentación de enfermos le dice a una paciente que quizá el vecino la llamó marrana y nos advierte que nos cuidemos de hacerlo porque es demasiado comprender. Por otro lado, si leemos los diálogos que Lacan mantenía con los enfermos presentados en los hospitales, no encontraremos palabras geniales, interpretaciones sesudas, nunca veremos a Lacan colocar su propia imagen de sabio por delante del decir de los pacientes; al contrario, siempre su palabra irá en la dirección de subrayar, de sostener, de alentar la palabra del analizante señalando eso que parece brillar en ella, y lo hará partiendo de la ignorancia o, como él decía, haciendo de secretario hasta el punto de que a alguien le pudiera parecer pedestre el discurso del maestro en dichas sesiones públicas. Qué diferencia con algunos analistas que intentan dar siempre el golpe de gracia al discurso de sus analizantes, el giro brillante que como relámpago bíblico, fuera a hacer caer del caballo del narcisismo a su analizante.
Como ya resultará evidente, quien esto escribe no cree en las interpretaciones geniales, aunque a veces a todo el mundo le ha salido alguna (como a aquel burro que «cerca de unos prados que hay en mi lugar, fue y tocó la flauta por casualidad»2), sobre todo cuando es un o una joven analista. Además, si la interpretación es buena o no, sólo se ha podido saber après-coup. Hay terapeutas que piensan que todo tiene que pasar por sus palabras taumatúrgicas, pero no lo creemos así.
Nos dejamos guiar para nuestro trabajo por lo singular que tiene la idea de Freud que es qué podemos hacer con lo real sin aplastar la discursividad (lo opuesto al trabajo del trauma: aplastar al sujeto al producir un exceso de sentido), pero para ello es necesario mantener cierta espuma de enigma que pique con sus burbujas tanto al analizante como al analista.
Desarrollaremos lo planteado en dos viñetas clínicas. En la primera, para tratar de las palabras que curan hablaremos de una analizante de treinta años a la que llamaré Cinthia. Tiene un padre acosador, tanto que se ve obligada a vivir en una provincia muy alejada a aquélla en la que viven sus padres. Cuando va a su ciudad, y aunque el padre sabe que a ella le gusta dormir toda la mañana, la llama muy temprano para ver qué va a hacer. Ella de mal humor dice que no sabe, que cuando se levante irá a correr y luego lo llamará… pero el padre llega poco después para ir a correr a su lado. Si le dice que va al gimnasio, se pone en la bicicleta de al lado o en la cinta de al lado, y habla todo el tiempo de lo malo que es el mundo con él. Cuando Cinthia le pone delante evidencias que demuestran que la realidad es distinta de la que él sostiene, su padre interrumpe con un: «pero eso no importa» y sigue con sus tesis sin que nada en ellas parezca cambiar. Podríamos decir que tiene una dimensión de alteridad cero.
Frente a esto, un psicoterapeuta sensato ayudaría a Cinthia a buscar independencia, del estilo: «en algún momento tendrá que ser capaz de decir que no a su padre» o lo que es aun peor: «él la trata como si fuera un objeto de su propiedad», posición de ‘saber’ que es propia de las psicoterapias y de los directores espirituales; son estos quienes se presentan como sabiendo cuál debería ser el camino a seguir en el futuro por sus pacientes o sus pupilos y quienes dejan coagulado a su analizante en esa posición de la que ellos parecen saber tanto.
Lo sabemos muy bien porque, sin ir más lejos, es lo que hacíamos cuando empezamos a trabajar y nos identificábamos con las presuntas ansias de libertad de los pacientes. Ahora no lo hacemos, en primer lugar porque sabemos que los analizantes son al menos tan listos como nosotros y saben mucho mejor que nosotros cuál es el camino que tendrían que tomar. Pero, sobre todo, porque ahora sabemos que no es tan seguro que quieran dejar de agobiarse, es decir, de gozar. Pero ese es el lugar al que Cinthia nos convoca en la transferencia y en el que nos presiona para que la ayudemos porque no sabe qué hacer con su padre, ni con su novio ni con su jefe… ¡todos la acosan! Es lo que Freud llamaba repetición, ¿no? Quiere que le digamos que tome distancia… etc., es decir, que la acosemos para que pueda seguir gozando… aunque repitiendo ahora con su analista.
A veces en las sesiones insistía mucho en el «qué hago con él, estoy muy agobiada», y no siempre nos parecía oportuno quedarnos en silencio ya que en cada momento tenemos que decidir si el silencio va a suponer goce de nuestra parte porque a veces se percibe por parte del analizante como una agresión o un desprecio. Cuando decidíamos no quedarnos en silencio, le decíamos a veces algo simple y en tono casual del tipo: «Bueno, ya conoce a su padre, puede seguir agobiada, pero lo cierto es que usted siempre se las ha arreglado para hacer lo que quiere más allá de lo que él diga». Son palabras pedestres y domésticas donde las haya. Sin embargo este tipo de intervenciones ha tenido un efecto fulminante en ella. ¿Por qué?
Porque lo que hacemos ahí es impedir que a través de nuestras palabras pase lo incestuoso como posible, que es lo que hubiera ocurrido si tomamos el camino de los terapeutas sensatos a los que aludíamos antes. Fíjense que no le aconsejamos cómo debe limitar el acoso de su padre, ni siquiera la empujamos a que lo haga, sino que NO DEJAMOS PASAR LA POSIBILIDAD DEL INCESTO A TRAVÉS DE NUESTRAS PALABRAS Y LA AYUDAMOS ASÍ A EVACUARLO DE SU PENSAMIENTO. Muy al contrario, como en nuestras palabras no hay ningún peligro del que huir o por el que agobiarse, éstas se convierten en una barrera que no sólo no da consistencia a su fantasma de acoso, sino que —si podemos decirlo así y paradójicamente— hace brillar lo imposible del incesto. A partir de ahí no será una supuesta situación objetiva: el agobio de que le hace objeto su padre, sino ella misma quien elija desde su subjetividad si quiere seguir o no gozando… y sin que nosotros nos la hayamos gozado a ella con nuestra intervención sabihonda.
Esto, nos parece que tiene que ver con las distintas concepciones del falo que parecemos tener los analistas: en esta viñeta podría aparecer como peligroso o como inexistente —y cuando supervisamos a otros colegas o los escuchamos hablar de clínica, estas dos versiones del falo se pueden escuchar muy bien. Preferimos desde luego trabajar con el falo como inexistente porque se vive más Zen. Intentar alejar a Cinthia de su padre por peligroso… es hacer existir, consistir el falo en lo imaginario y ya estaríamos hasta las cejas en el fantasma y en la repetición y el goce aunque, francamente, ella no ha venido a tratarse con nosotros para que le hagamos eso.
Entonces, según lo que venimos planteando, las palabras que curan son cualesquiera mientras el deseo de analista nos permita no perder el punto de mira de la inexistencia del falo. No olvidemos que el psicoanálisis es un modo de orientarse en la vida sin ir por ella haciendo lo posible para taponar la falta, y no un conjunto de normas o ideales, ni una técnica terapéutica para suprimir los síntomas.
Esas simplezas que decimos, nuestra despreocupación ante su agobio y, sobre todo, el no ceder ni un milímetro de nuestro lugar de analista, han permitido que Cinthia haya empezado a cambiar su posición enunciativa, no teniendo ya que defenderse «apenas» del acoso de su p
adre y siendo por primera vez en su vida capaz de vivir las consecuencias del amor sin tener la necesidad de huir de la proximidad afectiva de sus amantes, ya que hasta ahora utilizaba la sexualidad sólo «como se suele decir» que la utilizan los hombres. Sabemos que todo el mundo puede entender el porqué.
Hasta aquí las palabras que curan. Pero a veces lo que cura son actos que tienen valor de palabra, sin que sea apenas necesario emitir sonidos articulados y, siendo esos pocos y necesarios del estilo de: «me debe usted la sesión a la que faltó el otro día». Nuestra segunda viñeta clínica toma otro punto del título de las Jornadas que es el barrido por las tres estructuras clínicas, dejando al final ese y… puntos suspensivos que cuando lo leímos pensamos «esto es como una provocación». Y nos pareció que lo era porque la clínica con puntos suspensivos es la que más nos interroga e interesa. Es decir, estructuras a medio cocer que no se pueden definir de entrada, lábiles, plásticas, que con un analista perverso pueden tomar muy rápidamente la vía de las psicosis.
Cuando me vino a consultar una mujer joven a la que llamaré Melisa, por su aspecto cuando la saludábamos en la puerta y desde el minuto cero nos desencadenó una serie de asociaciones que desembocaron en la imagen de la cabeza de Medusa. Era una mujer joven con varios ingresos y multitud de tratamientos distintos en la mochila que no parecían haberla ayudado a llevar una vida de mujer joven… lo que ella era.
Estaba obsesionada por su imagen física y todo el mundo decía que había sido una niña normal y alegre hasta un momento de su infancia en el que topó con una profesora demasiado exigente.
Tenía algunas amigas, algún amigo que no destacaba socialmente por sus emblemas viriles y poco más. Con estudios superiores, leía a Harry Potter y alguna novela de amor adolescente, a pesar de haber pasado ya ampliamente una edad cronológica que pudiera hacer suponer otro tipo de lecturas. Cuando tenía mucha confianza, sometía a su interlocutor a un minucioso interrogatorio en el que no paraba de preguntar por su propio físico, lo que podía durar horas si el otro mordía el primer anzuelo, así que nos cuidamos siempre de dar ninguna opinión personal sobre el asunto (lo que, de todos modos, hacemos siempre). Decía no haber sido solicitada nunca por el sexo opuesto por lo que pensaba aumentar la lista de operaciones de estética que tenía pendientes para añadir a las que ya se había hecho, pagadas por unos padres que no parecían tener mucho criterio sobre esta cuestión.
Desde las primeras entrevistas, Melisa se quejaba a una velocidad de vértigo de modo bastante atosigante, alternando los lamentos por su imagen con los de tema laboral (ya que se sentía incapaz de buscar trabajo), así que en una de las primeras entrevistas hicimos un pacto: podía quejarse cinco minutos cada día y así soltaba presión y después ya podíamos hablar de cosas que nos interesaran a las dos.
Había estado en todos los servicios psi de su provincia cercana a Madrid y del mismo Madrid, y pasado por todas las orientaciones psicoterapéuticas y psiquiátricas y todos los tratamientos de última, penúltima y súper generación (es un decir), con algunos ingresos y poco provecho. Le habían dado diagnósticos de Trastorno bipolar, Trastorno de Personalidad, TOC, Trastorno narcisista inespecífico, Histeria y, por supuesto, dismorfofobia. Me llamaba la atención que cuando hablaba hacía circunloquios ante cualquier término sexual. Sus psiquiatras parecían tomarle ojeriza nada más conocerla, aunque encontró una a quien le cayó en gracia. Dicha psiquiatra no sabía qué decir de la estructura y hablando conmigo a veces utilizaba adjetivos tres punto cero, o sea, muy modernos como «inespecífico» o «de bajo impacto», pero el caso es que le daba antipsicóticos que le iban muy bien aunque ya los había tomado hacía años, los mismos, y le habían ido muy mal. Cosas de la transferencia y de estar en análisis.
La variedad de síntomas era tremenda, pero no todos nos interesaban lo bastante, es decir que al cabo de unas entrevistas conseguimos meter en el saco rotulado como «Mieditis» algunos síntomas que le permitían simplemente escaquearse de cosas como acudir a sesión u otras actividades que realizaba… y que le saliera gratis puesto que los responsables parecieran ser los síntomas.
Sus circunloquios ante los temas sexuales y algunos otros rasgos hacían que, al principio, Melisa no nos pareciera demasiado distinta de los síntomas que relataban las primeras pacientes de Freud a las que él agrupó en su texto sobre Psicoterapia de la histeria y alguna de las cuales parecían auténticas locas. En fin, de todos modos nos inquietaban no poco las pesadillas que jalonaban las noches de Melisa, ya que tenían un peso de real tremebundo y poca metáfora y, por otro lado, desde el punto de vista del deseo del Otro, la cosa no estaba muy clara como para seguirla colocando del lado de dichas pacientes de Freud.
Un día tuvimos una idea diagnóstica que nos pareció muy delirante, sobre todo si tomamos como modelo los DSM, ya que pensamos que Melisa parecía «psicótica de cuello para abajo e histérica de cuello para arriba». Son pensamientos locos que nos permitimos porque están dentro de la transferencia sin con ello pretender determinar un diagnóstico. Pero en un principio no llegamos a ninguna conclusión sobre la estructura, ya que las pinceladas de un real atosigante y tormentoso seguían dejando la pregunta abierta. Pregunta cuya respuesta tampoco nos acuciaba, dado nuestro escaso interés por los diagnósticos salvo por una cuestión de gusto por afinar o de quedar advertidos para andar con tiento.
Las primeras entrevistas nos hicieron comprender bastante bien la razón del fracaso de todos los tratamientos anteriores (que habían empezado ya veinte años atrás), pero poco a poco ella se dio cuenta de que nos hacíamos preguntas sobre algunas palabras que utilizaba y mostrábamos interés por algunos enigmas que nosotros decíamos encontrar en sus sueños, lo que parecía sorprenderla e hizo que empezara a hablar de otro modo… por supuesto siempre después de los primeros cinco minutos de cortesía para sus quejas.
Nuestro interés por sus enigmas desembocó en su interés por lo que nos lo causaba, lo que tuvo como consecuencia que empezó a interesarse por sus sueños… en fin, más bien pesadillas la mayoría. Los cuerpos despedazados y el sexo desbocado y brutal que mostraban, merecerían formar parte de algún film de Tarantino… o más bien de un Tarantino al que se le hubiera ido alguna pinza. Ojo: no porque la cirugía sea un acto hay en ella más real que en la pesadilla, por lo que siempre nos pareció justificado andar con pies de plomo.
Todo ello lo relataba sin nombrar nada que hiciera pensar en sexo, utilizando circunloquios y sobreentendidos. Trajo un sueño en el que aparecía rodeada de gente en un lugar poco recomendable y pecaminoso en el que todos iban… y dijo muy bajito «no vestidos», lo que nos hizo preguntarle en tono también muy bajito si iban «descalzos hasta la barbilla», lo que le hizo reír un buen rato y empezar a intrigarse y a encontrar gusto en los equívocos y en el humor, del que su vida andaba muy escasa. Volviendo al sueño, dijo que andaban por allí su padre, sus tres tíos y sus dos abuelos, lo que nos hizo comentar con sorpresa: «¿Todos los hombres de la familia? ¿Por qué?». Se acordó entonces de algo que le ocurrió en la infancia. Discutía en el recreo con una amiguita y ésta le contó «cómo se hacían los niños» y, como su amiga estaba algo enfadada con ella, debió contárselo en plan un poco crudo, o sea, sin abejas que polinizan flores. Ella quedó pasmada, diría más, quedó siderada, incluso podemos suponer que en afánisis como sujeto en un primer momento tras el cual pensó: «qué asco, qué cerdo mi padre hacerle esas cosas a mi madre, qué cerdos mis abuelos y mis tíos, hacerles eso a mis abue
las y a mis tías. Y ellas ¿por qué lo aguantan?».
Atención, porque es la pregunta justa que se hace una niña despierta, por la distinta posición de los hombres y las mujeres en la sexuación y en las relaciones sexuales, además de una pregunta en ciernes sobre el deseo femenino. Pero la pregunta no la acogió nadie que hubiera podido contarle las cosas de otro modo, tenderle una mano para que no se sintiera mal en estos primeros momentos de empezar a andar el camino a través del cual cualquier niña, cualquier mujer se va respondiendo a esas preguntas. Como dice Guy Dana3, su pregunta no tuvo ‘une adresse’, un destinatario. Si había ahí algo de un fantasma a medio construir (creemos que sí), pareciera haberse roto en ese momento. No habría quedado entonces nada de ese air-bag, de ese filtro formidable que es el fantasma y, desde ese momento, Melisa no pudo ni con el pensamiento ni con el lenguaje recubrir ese real sexual que, a partir de ahí, le hizo torcer por completo su camino.
Otra niña en su lugar, si bien podría haberse hecho las mismas preguntas que ella, hubiera quizá construido un fantasma de sufridora, violada, prostituida que le permitiera hacer una transición hacia su propia posición como mujer en la sexualidad. Pero no era en un fantasma sino en sus pesadillas, donde Melisa aparecía como prostituida, o como violada-consintiente por muchos hombres, aunque había horror durante el sueño más que placer recreando la escena, lo que pareciera que apuntaba a que, si bien estaban los mimbres, no había podido recomponer o fabricar un fantasma.
A partir del relato de su amiga hubo un antes y un después. Aparte de los síntomas que ya hemos comentado, fue diagnosticada de colon irritable y eccemas por todo el cuerpo, codos, rodillas, aparte de la sensación de que iban a entrar los malos en casa y los iban a matar a todos, donde subrayamos ese ‘entrar los malos’ como una idea sexual —metonímica— que se le imponía, del estilo de quienes tienen fobias de impulsión (o por qué no pensar que lo era), y que vendrían a modo de ideas cuasi delirantes al lugar donde más valdría que anidara un buen fantasma. Por otro lado, ese ‘matar a todos’, dado el tema de su trauma, no deja de evocarnos ese nombre de «pequeña muerte» que los franceses dan al orgasmo, aunque la asociación es de la analista. Nuestra impresión era que no eran síntomas como efecto de la represión, pero… no estábamos seguros.
Nunca intentamos interpretar nada en las palabras de Melisa, sino simplemente ponernos con ella frente a la chimenea a intentar descifrar todos los enigmas que iban apareciendo, adoptando en nuestro caso el papel de quien queda intrigada y se hace las preguntas (papel nada alejado de la realidad, en cualquier caso). Cuando llegaba a la sesión llorosa y hablando en metralleta sin corte ninguno, sin asociaciones y sólo con quejas, simplemente y con calma, tras los cinco minutos de rigor le decíamos: «Bien, vamos a ver si algo de todo esto lo podemos escuchar de otro modo en algún sueño», y de ahí pasábamos a señalar algo que contaba del sueño como muy interesante, y los días muy desesperantes (para su analista) porque no soñó y entonces decía que no tenía nada que decir salvo palabras desesperadas, le comentábamos que había algo muy enigmático en el sueño del otro día que aún no nos había entregado todos sus secretos.
Estas palabras corrientes, incluso cursis, son también palabras que curan, aunque solo fuera por ser acogedoras de sus palabras y por abrir en lugar de cerrar sentido.
Entonces, la causa de sus males no fue la profesora sádica como todo el mundo creía, sino el haber sido penetrada sexualmente de niña. Penetrada por una idea para la que no estaba preparada4 porque una vida familiar algo estrecha en simbolismo y con pocas alas, no le había dado las herramientas necesarias para elaborarla. Un verdadero trauma sexual del que nunca había hablado a nadie antes del momento en que lo relató en la consulta y que hasta el momento sólo metonímicamente había podido pasar al lenguaje bajo la forma de esas pesadillas en las que se reedita (no creemos que se pueda hablar aquí de repetición) su interpretación del mensaje que le dio su amiga de niña. Interpretación en la que, para Melisa, las mujeres quedaban en una posición de desecho en las relaciones sexuales. Fue a causa de esa precariedad simbólica en la que creció y que le fragilizó el pensamiento, la causa de que, en el momento de la revelación de su amiga, al no poder procesarla con el pensamiento, fuera su cuerpo lo que resultó impactado por algo del orden de la acción que la hizo gozar de modo masivo y sin posibilidad de metáfora. Ahí tendría que haber venido como defensa la represión secundaria, pero no pudo venir.
¿Por qué no se produjo o no logradamente dicha represión? Aquí se nos abren dos temas gigantescos para seguir trabajando:
1- Melisa recibió una respuesta brutal sobre la posición de la mujer en la relación sexual (brutal quizá no por la manera de ser expuesta, sino por su fragilidad simbólica en aquel momento), lo que cerró una pregunta que ha de quedar abierta en cualquier mujer, dando tiempo a acceder a la pubertad y más allá para irse respondiendo a ella justamente en la práctica de las relaciones sexuales. La idea que primó en Melisa fue la opuesta a la de aquel pensamiento en duermevela del Presidente Schreber: «¡Qué bonito sería ser una mujer en el momento del coito!».
Nos encontramos aquí con una prueba de la dificultad que encuentra una mujer para simbolizar su sexo femenino, cosa en la que los varones, dada la visibilidad de su órgano sexual, no encuentran ningún problema. En el caso de Melisa, y en el resto de las mujeres, falta el significante de la feminidad que la madre no puede darle y que ella ha sustituido metonímicamente por significantes sexuales pero en el sentido del horror, del sexo sin deseo y con violencia. De ahí que en las fórmulas de la sexuación, por una parte Lacan coloque en el lado no-todo el La tachado, porque si no hay significante que haga de las mujeres conjunto, no hay el universal La mujer.
Pero claro, también coloca una flecha que partiendo de ese La tachado, apunta a la falta de significante en el Otro. Eso hace que cualquier mujer al llegar a la pubertad se encuentre confrontada con un doble vacío que, en el caso de Melisa, que aun no había llegado ni mucho menos a la pubertad, más que un vacío fuera un agujero horroroso.
Situación traumatizante que la obligó a confrontarse de nuevo con el espejo en el que, por alguna razón que seguramente tiene que ver con las dificultades para la asunción de la feminidad por parte de su madre, pero quizá también porque la madre no terminaba de encontrar a su hija conforme a su ideal de lo que debía ser una niña según ella, se encontró mal mirada, marcada por un sexo para el que sólo podía existir el horror para definirlo. Lo suyo era como si el retrato de Dorian Grey con su empuje hacia lo feo (de ahí que hayamos incluido esta palabra en el título del trabajo), con ese deterioro, esa progresión hacia el desecho al que su autor nos va llevando a lo largo de la novela, ocurriera en un solo día. Ya es insoportable ir llegando poco a poco al final de la novela, con que si sucediera en un solo día, pueden imaginarse.
Ya, pero las mujeres que nos leen, sobre todo las españolas que ya peinen canas, ¿no se han enterado también de ese modo, más o menos con esos años, y más de una no habrá pensado que sus padres seguro que no hacían esas porquerías, aunque pronto sospechando que seguro que sí y dispuestas a enterarse mejor del intríngulis de la cuestión? El asunto se empieza a comprender poco a poco, pero no se produce en general esta situación tan traumática, aunque frecuentemente aparezcan fobias en las púberes para sostenerlas en esos momentos, que después caen cuando ya no son necesarias al haber atravesado las jóvenes la frontera de las relaciones sexuales.
Tenemos q
ue pensar en la lamelle de Lacan, esa laminilla que recubre el cuerpo orgánico para convertirlo en bello, deseante y deseable. Una laminilla que se empieza a instaurar desde el inicio de la acogida por el Otro antes incluso del nacimiento, y que se termina de anudar en el Estadío del espejo5, en el que la mirada del Otro confirma al bebé como falo de su deseo. Es en ese momento cuando se anuda la imagen como amable con la falta inscrita a partir del deseo del Otro, además de con el nombre (falta cuya inscripción el Otro tiene que aceptar, cosa que aquí nos parece que falló bastante). Imaginario y simbólico que, cuando todo va bien, se anudan con lo real del cuerpo orgánico, del cuerpo desmielinizado que aún no está unido para el bebé, haciendo que lo simbólico adelante a lo orgánico, tal como nos comenta Lacan.
Espejo que se tendrá que ir rehaciendo en determinados momentos de la vida: maternidad, enfermedad, vejez… pero también en momentos de encuentro con lo traumático como el que tratamos y donde es la posición como mujer en la sexualidad de lo que se trata. De aquí podrá desprenderse que el amor pueda permitir al goce condescender al deseo, como dice Lacan, pero para ello necesitamos de lo simbólico, es decir, que el falo no se presente sólo como agujero (más que falta), o como estropeado (más que brillante y en erección), es necesario que haya sido objeto de don de amor en lo imaginario, para que el sujeto pueda poner en marcha la operación de exclusión a la que llamamos represión y al falo como significante del deseo; y que éste no aparezca sólo para hacer gozar en lo real.
Y ¿en qué punto del desarrollo de Melisa hubo un fallo que hace que en el momento de la revelación de su amiga no se anudaran bien las cosas? Pues aquí se abre el otro gran tema que sólo apuntamos porque es también inmenso.
2- La madre de Melisa tuvo también su momento traumático en la juventud, a partir del cual tuvo que empezar a usar de un recurso que es la fobia para que no se le fuera al garete la Metáfora paterna. A pesar de todo, pensamos que hubo un Otro que acogió a Melisa al llegar al mundo; que se produjo la Represión Originaria que separó al cuerpo del significante que lo designa, la carne y el lenguaje. Pensamos también que se produjo una umbilicación con el Otro a través de S1, significante amo que lo mismo representa al falo, que el cuerpo o la muerte y que liga Simbólico y Real. Y también pensamos que el espejo se armó más o menos.
Pero ¿qué pasó después, cuando Melisa tenía que poder encontrar los elementos para construir su subjetividad que es puro trabajo de escritura que hace S2 sobre S1 y que es lo que llamamos Represión Primaria?6 Pues pensamos que en ese momento quizá faltó algo del orden del falo como don de amor, corporeidad imaginaria que viniera de su madre. Corporeidad imaginaria de la que sin embargo la provee su padre cuando le dice que se parece a una hermana suya, tía de Melisa que es psicótica. Su padre la deja entonces del lado de lo peor de su familia. Entonces, sí que pensamos que la Represión Primaria fabricó algo con sus mimbres, pero que al primer soplido del lobo, no se mantuvo en pie.
Podemos suponer entonces una Represión Primaria no totalmente lograda que hace que en el momento en que surge la explicación de la amiga a los ocho años, no termina de poder atraer a los significantes que tendrían que ver con esa posición de las mujeres de víctimas, de sometidas, de sumisas (todas palabras de Melisa), esa posición de estar en manos del otro que nos remiten al masoquismo primordial y son entonces objeto de la represión secundaria para casi todo neurótico que se precie pero, muy en particular, para las mujeres en su recorrido hacia la feminidad. Ella no había logrado hacer ninguna metáfora con eso.
Pero sí que funciona en parte y por eso en sus pesadillas aparece ese cuerpo despedazado, efecto del desanudamiento de los tres registros en el espejo, pero no aparece en alucinaciones, por eso hacemos la hipótesis de que algo de la represión funcionó. No hará ni alucinaciones, ni delirios, escasos pasajes al acto, sólo esa imagen masiva —¿con valor de delirio?— que surge cada día cuando se mira al espejo, como para restañar la herida por la que el cuerpo despedazado se hace presente, sólo esa imagen horrorosa del cuerpo orgánico y mortal que si Oscar Wilde supo plasmar en la novela ‘Dorian Gray’, dos pintores han sabido retratar como nadie: Francis Bacon y Lucien Freud.
La suerte ha sido que en el análisis, gracias al interés por los enigmas y también gracias a que la única brújula que señalaba hacia dónde tenía que dirigirse la ha marcado su propio deseo y no un ideal impuesto desde su analista7, Melisa ha encontrado la posibilidad de que su realidad no sea sólo quirúrgica sino también psíquica.
Recientemente, ha empezado a hablar de algo que podría hacernos cuestionar si se refiere a fantasmas sexuales. Se trata de fantasías en las que es usada como objeto sexual por parte de hombres deleznables, auténticos «cerdos» (significante con el que calificó a los hombres de su familia en el momento de la revelación traumatizante). Son fantasías con las que goza sexualmente en las que vemos una manera de aceptar que «los malos entren en casa». También ha comenzado una relación con un joven, lo que empieza a despejar el panorama y a vislumbrarse una oportunidad para anudar las cosas de otro modo. Sin embargo no terminamos de poder dar a estas fantasías el nombre de fantasmas. El fantasma tiene un borde en el que lo consciente y lo inconsciente se rozan pero tiene forma de metáfora de una escena y un texto inconscientes, siendo sólo el análisis lo que puede permitir encontrar ese fragmento reprimido.
En las fantasías sexuales de Melisa sólo encontramos una reedición de aquella interpretación que hizo de niña de lo que su amiga le contó que eran las relaciones sexuales, algo demasiado fijo, un desplazamiento sin metáfora, pura metonimia tanto de los «cerdos», como de las «víctimas» que los sufren y de las partes del cuerpo ahí implicadas, además de con un mínimo de creación de la escena en la que ambos interactúan. Haría falta algo más de metaforización para que esas fantasías supusieran la construcción de un verdadero fantasma donde ella pudiera aparecer como objeto con el que identificarse, ni bien fuera un objeto de desecho. Pero quizá pueda hacer alguna construcción más adelante… o bien una buena suplencia. Su interés en este momento por la teoría psicoanalítica —que ni alentamos ni cuestionamos— nos hace albergar la idea de que las suplencias son posibles para ella.
La situación con efecto traumático de su infancia y las consecuencias que ello ha traído para su vida, nos hace pensar que a partir de ese momento la sombra del objeto cayó sobre su yo, siendo dicho objeto uno presuntamente feo y negativo. A este pensamiento contribuye nuestra lectura del excelente último libro de Haydée Heinrich «Locura y melancolía»8 que nos permite hacernos esta pregunta para terminar: ¿está realmente justificado hablar en este caso de una dismorfofobia y no de delirio?
Con respecto a aquellos síntomas que le impedían venir a sesión y que rotulamos como «mieditis», a partir de que empezáramos a impedir que los padres hablaran por ella y a partir de empezar a cobrarle las sesiones a las que faltaba en lugar de cambiárselas para otro día, desaparecieron como por ensalmo. Pero es que eso es siempre lo fácil.
Comprendiendo que hay muchas preguntas y algo de errancia en este texto, vamos a terminarlo con otro fragmento de la fábula de Iriarte que creemos nos viene al pelo:
«¡Oh!», dijo el Borrico,
«¡Qué bien sé tocar!
¡Y dirán que es mala
la música asnal!».
Notas al pie:
1- Presentado en las XXIII Jornadas de Clínica Psicoanalítica» Las palabras que curan. Neurosis, perversión, psicosis y…», en
Barcelona, noviembre de 2014.
2- Fábula VIII de Tomás de Iriarte: «El burro flautista».
3-Guy Dana: «Une politique pour la folie». Ed. Denoël.
4- La penetración por el oído no sólo tiene como objeto las palabras sino también el veneno, tal como nos relata Freud en su apasionante trabajo «Dostoievsky y el parricidio», incluso a veces palabras envenenadas.
5-J. Lacan: «El estadío del espejo…», Escritos.6-Separamos algo artificialmente Represión Originaria y Represión Primaria, idea que tomamos de Jean Bergès y sus alumnos en varias de sus obras, en un intento de afinar más acerca de lo que falló en estos primeros momentos de construcción de la subjetividad.7-Nos parece muy importante que el analista pueda resistir, pueda detener el empuje que manifiestan tantísimos ‘psis’ no sólo hacia las ‘intervenciones’, —palabra de moda en el mundo psi referida a acciones que muchas veces aplastan la subjetividad de los intervenidos—, sino también hacia dar consejos sobre lo que deberían hacer los pacientes. Esta analizante, como los demás, es increíble la cantidad de consejos que ha recibido para que hiciera esto o aquello o no hiciera lo de más allá, en todos los lugares de Salud Mental y privados por los que ha pasado. Por eso nos pareció muy importante desde el principio dejar claro que cualquier movimiento que emprendiera lo haría por su deseo.
8- H. Heinrich: «Locura y melancolía», Ed. Letra Viva, Buenos Aires 2014.