Eva Van Morlegan – ODIO Y ALTERIDAD
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Esta ponencia surge a partir de algunas preguntas que quedaron abiertas en el Seminario que realizamos en Sevilla, en el que estuvimos trabajando el tema del año de nuestra asociación. Comenzamos nuestro recorrido con el tema de la identificación a partir del capítulo VII de Psicología de las masas donde Freud plantea una primera identificación enigmática que nombra identificación al padre, y que él precisa en el Yo y el ello como una identificación al padre/madre y esto en un momento en que no hay objeto, ni sujeto. Es decir, estamos en lo pre-especular, en el momento en que se comienza a constituir el yo. Ahí es donde se sitúa el odio primario, siendo el rechazo el mecanismo que se pone en juego para lograr una homeostasis.
De este odio primario, que tiene que ver con lo constitutivo solo quedan huellas, marcas, que no tienen el registro de una inscripción significante.
Dice Freud en Las pulsiones y sus destinos: “El odio, como relación con el objeto, es más antiguo que el amor. Nace de la repulsa primitiva del mundo exterior”1. Lacan precisa que, “El odio es más antiguo que el amor: es rechazo, expulsión del Otro, y se remonta a la Ausstoßung (expulsión fuera del sujeto) que constituye a lo real como lo que subsiste fuera de la simbolización”2
Estas marcas, caídas bajo la represión primaria, no son sin efectos, podemos pensar en el trabajo de Winnicott El miedo al derrumbe3 donde nos dice que: “El derrumbe es ese estado de cosas impensable que está por debajo de la organización de las defensas”. Sostiene que “el miedo clínico al derrumbe es el miedo a un derrumbe ya experienciado”. Es un hecho escondido en un inconsciente que no es el reprimido en las psiconeurosis y precisa “en este contexto inconsciente significa que la integración yoica no es capaz de abarcar algo”.
Es lo que Lacan llama una huella en un inconsciente no reprimido, cuestión que trabaja Robert Lévy en su libro “Lo infantil en Psicoanálisis”4.
También en este artículo, Winnicott señala otro efecto de estas marcas: el miedo al vacío, y relaciona este miedo con que ”nada pasó cuando podía haber pasado. El paciente no sabía qué podría pasar, y por ende nada pudo experimentar, salvo advertir que algo podría haber sido”.
El paciente queda a la espera de un acto que no llega, de algo que tenía que haber sucedido y no sucede, por consiguiente, no es un trauma que se pueda recordar. Winnicott insiste en que esto es muy anterior al establecimiento de algo que podamos llamar yo.
Este miedo al vacío, a un derrumbe, está relacionado con la presencia de la falta en el Otro materno. Cuando la madre no puede poner en juego el deseo, la falta en el gran Otro se vive como vacío, y este vacío no le sirve al niño de apoyo para hacer una construcción, y ante la pregunta ¿qué me quiere el Otro? no puede iniciar una búsqueda y hacer una distribución de goce, ya que la falta es vivida como abandono y el niño se tiene que enfrentar con un exceso pulsional imposible de tramitar por él solo. Es un vacío que no se puede constituir como falta.
Winnicott sostiene que este miedo al derrumbe se da tanto en pacientes neuróticos como en psicóticos. Puesto que se pone en juego algo que tiene que ver con lo constitutivo y sobre lo que Freud sostiene en “El malestar en la cultura”i, que lo primitivo sigue conviviendo con lo más elaborado y que en determinados momentos pueden reaparecer.
Sin extendernos en las múltiples manifestaciones clínicas de este vacío, lo que se aprecia es que estas fallas afectan directamente a la constitución narcisista del sujeto, dejándolo librado a un goce que no ha sido insertado en el intercambio con el Otro. Un goce asexuado, habitualmente relacionado con una práctica pulsional determinada por ej en la anorexia y las drogodependencias, y también con estados depresivos graves, ataques de pánico, o con estados en los que predomina la angustia y la actuación. Si bien no estamos necesariamente en la psicosis, sí estamos ante momentos forclusivos, forclusiones locales, donde el sujeto no encuentra a través de la identificación, un modo de insertar el goce en el intercambio con los otros.
En esta misma línea, tanto en La agresividad en psicoanálisis como en Acerca de la causalidad psíquica, Lacan plantea que el odio puede ser una manera de construir al gran Otro en el caso las psicosis. El odio al goce del Otro es lo que Lacan refiere al kakón, como objeto malo interno. Es un objeto no especularizable. Lacan evoca el mecanismo liberador del kakon en el análisis del pasaje al acto en el caso Aimée “el objeto que golpea define el símbolo de su enemigo interior, de su propia enfermedad”. Se pone en juego el odio originario que se resuelve en la actitud agresiva hacia el otro.
De esta manera el sujeto queda librado, al odio como un intento de separación y de constitución del Otro, aunque más no sea mediante su exclusión.
También trabajamos el odio originario en relación con lo que Lacan llama “deseo puro” en el Seminario de La Ética, donde plantea que Antígona encarna este deseo puro, al cual define como esa posición de un “más allá” de lo simbólico, y lo nombra deseo de muerte. Es un deseo que va más allá del mundo del Bien, de la duda y de la culpa, y que no tiene ninguna demanda por detrás.
En el discurso de Antígona, su deseo aparece como tautológico: mi hermano es lo que es. La formulación de esta elección no está sostenida ni por la metáfora, ni por la metonimia. La unificación es lo contrario de la identificación y Antígona hace uno con el hermano.
Freud habla del deseo puro en relación a la pulsión anobjetal cuyo único deseo es la descarga. El narcisismo primario es una fase completamente «anobjetal», donde el odio es a la carga, a lo pulsional. Hay una incomodidad en lo real del cuerpo que quiere llevar la tensión a cero. Sería un odio a la falta de confort.
Estamos frente a un universal constitutivo, sobre el que luego viene lo simbólico transmitido por el deseo materno que hace que el deseo deje de ser puro. Desde esta perspectiva, la alteridad atenta contra el deseo en su pureza.
Freud de entrada nos habla de un yo corporal, pero no hay ningún yo, es un puro movimiento pulsional y pensamos que es ahí donde se inscribe una huella, en el momento en que el cuerpo comienza a sufrir; porque ahí es donde se produce la diferencia. Pero es un puro real en su funcionamiento porque no hay discurso.
Retomando esta primera identificación de las que nos habla Freud, pensamos que es una identificación que pasa a través de la madre, no es un intercambio entre el niño y la madre como si fueran dos. Es una identificación con la privación de goce, por eso Freud la llama identificación al padre.
Esta huella se recubre y a veces puede ser audible en el relato del paciente en un momento del análisis, o manifestarse en una incomodidad, por ejemplo, pacientes que destruyen los vínculos sociales en la cotidianeidad, que se encierran y no quieren salir porque la relación con el otro le produce una incomodidad que no pueden definir. Cuestión que podemos pensar como un odio a cualquier cosa que altere la homeostasis.
Es un odio que se vive como incomodidad en el cuerpo, y que también podemos ver su manifestación en la dificultad en el establecimiento de la transferencia, por ejemplo, en el paciente que cuando se despide no te mira o te mira de costado, no se enfada, ni hace un desaire …, pero no vuelve más y te hace desaparecer. Es un odio silencioso.
Y nos preguntamos ¿Es el cuerpo el que habla en este pasaje al acto? ¿Aquí está en juego una amenaza como proveniente del otro, que suscita un odio que haría imposible la identificación, y donde solo habría movimiento de expulsión, de rechazo, como modo de afirmación del yo?
Cuando estamos frente a este odio constitutivo, que no ha llegado a formarse como trauma, y que pone en acto una violencia destructiva contra la alteridad, pensamos que ni siquiera estaríamos en el registro de lo metonímico -en tanto lo metonímico es una operación que se realiza entre significantes por contigüidad- sino que más bien estaríamos en el registro del indicio en tanto hay que construir una historia que dé cuenta de la relación, para que se pueda producir una inscripción.
Esto nos convoca a realizar un trabajo de construcción, para poder poner palabras a lo que se presenta como una huella, huella que insiste por no acceder a una inscripción significante y quedar por fuera de la representación.